Comparto un escrito, que me gusta tanto, que lo copié textual (solo me permití agregarle algunas negritas):
"Todos hemos oído discutir a los demás. A
veces nos resulta gracioso y a veces simplemente desagradable, pero, sea como
sea, creo que podemos aprender algo muy importante escuchando la clase de cosas
que dicen. Dicen cosas como estas: “¿Qué te parecería si alguien te hiciera a
ti algo así?” “Ese es mi asiento; yo llegué primero.” “Déjalo en paz; no te
está haciendo ningún daño.” “¿Porqué vas a colarte antes que yo?” “Dame un
trozo de tu naranja; yo te di un trozo de la mía.” “Vamos, lo prometiste.” La
gente dice cosas como estas todos los días, la gente educada y la que no lo es,
y los niños igual que los adultos.
Lo que me interesa acerca de estas
manifestaciones, es que el hombre que las hace no está diciendo simplemente que
el comportamiento del otro no le agrada. Está apelando a un cierto modelo de
comportamiento que espera que el otro hombre conozca. Y el otro hombre
raramente contesta: “al diablo con tu modelo”. Por el contrario, casi siempre
intenta demostrar que lo que ha estado haciendo no va realmente en contra de
ese modelo, o que si lo hace hay una excusa especial para ello. Pretende que
hay una razón especial en este caso en particular por la cual la persona que
cogió el asiento debe quedarse con él, o que las cosas eran muy diferentes
cuando se le dio el trozo de naranja, o que ha ocurrido algo que lo exime de
cumplir su promesa. Parece, de hecho, como
si ambas partes tuvieran presente una especie de ley o de regla de juego limpio
o comportamiento decente o moralidad o como quiera llamársele, acerca de la
cual sí están de acuerdo. Y la tienen. Si no la tuvieran podrían, por supuesto,
luchar como animales, pero no podrían discutir en el sentido humano de la
palabra. Discutir significa intentar demostrar que el otro hombre está
equivocado. Y no tendría sentido intentar hacer eso a menos que tú y él
tuvierais un determinado acuerdo en cuanto a lo que está bien y lo que está
mal, del mismo modo que no tendría sentido decir que un jugador de fútbol a
cometido una falta a menos que hubiera un determinado acuerdo a cerca de las
reglas del fútbol.
Esta ley o regla sobre lo que está bien y lo
que está mal solía llamarse ley natural. Hoy en día, cuando hablamos de las
“leyes de la naturaleza”, solemos referirnos a cosas como la ley de la gravedad
o las leyes de la genética o las leyes de la química. Pero cuando los antiguos
pensadores llamaban a la ley de lo que está bien y lo que está mal “ley de la
naturaleza” se referían en general a la ley de la naturaleza humana. La idea era
que, del mismo modo que todos los cuerpos están gobernados por la ley de la
gravedad, y los organismos por las leyes biológicas, la criatura llamada hombre
también tenía su ley… con esta gran diferencia: que un cuerpo no puede elegir
si obedece o no a la ley de la gravedad, pero un hombre puede elegir obedecer a
la ley de la naturaleza o desobedecerla.
Podemos decirlo de otra manera. Todo hombre se encuentra en todo momento
sujeto a varios conjuntos de leyes, pero sólo hay una que es libre de
desobedecer. Como cuerpo está sujeto a la ley de gravedad y no puede
desobedecerla; si se lo deja sin apoyo en el aire no tiene más elección sobre
su caída de la que tiene una piedra. Como organismo, está sujeto a las leyes
biológicas que no puede desobedecer, como tampoco puede desobedecerlas un
animal. Es decir, que no puede desobedecer aquellas leyes que comparte con
otras cosas, pero la ley que es peculiar a su naturaleza humana, la ley que no
comparte con animales o vegetales o cosas inorgánicas es la que puede desobedecer,
si así lo quiere.
Esta ley fue llamada la ley de la naturaleza humana porque la gente pensaba que todo el
mundo la conocía por naturaleza y no necesitaba que se le enseñase. No querían
decir, por supuesto, que no podía encontrarse un raro individuo aquí y allá que
no la conociera, del mismo modo que uno se encuentra con personas daltónicas o
que no tienen oído para la música. Pero tomando la raza como un todo, pensaban
que la idea humana de un comportamiento decente era evidente para todo el mundo.
Y yo creo que tenían razón. Si no la tuvieran, todas las cosas que dijimos
sobre la guerra no tendrían sentido. ¿Qué sentido tendría decir que el enemigo
estaba haciendo mal a menos que el bien sea una cosa real que los nazis en el
fondo conocían tan bien como nosotros y debieron haber practicado? Si no tenían
noción de lo que nosotros conocemos como bien, entonces, aunque hubiéramos
tenido que luchar contra ellos, no podríamos haberles culpado más de lo que
podríamos culparles por el color de su pelo.
Se que algunos dicen que la idea de la ley de
la naturaleza o del comportamiento decente, conocida por todos los hombres no
se sostiene, dado que las diferentes civilizaciones y épocas han tenido pautas
morales diferentes. Pero esto no es totalmente verdad. Ha habido diferencias
entre sus pautas morales, pero estas no han llegado a ser tantas que
constituyan una verdadera diferencia o una diferencia total. Si alguien se toma
el trabajo de comparar las enseñanzas morales de, digamos, los antiguos
egipcios, babilonios, hindúes, chinos, griegos, o romanos, lo que realmente le
llamará la atención es lo parecidas que son entre sí, y a las nuestras. He
recopilado algunas pruebas de esto en el apéndice de un libro llamado La abolición del hombre, pero para
nuestro presente propósito sólo necesito preguntar qué significaría una
moralidad totalmente diferente. Piénsese en un país en el que la gente fuese
admirada por huir en la batalla, o en el que un hombre se sintiera orgulloso de
traicionar a toda la gente que ha creído en él. Lo mismo daría imaginar un país
en el que dos y dos sumaran cinco. Los hombres han disentido en cuanto a sobre
quienes ha de recaer nuestra generosidad – la propia familia, los compatriotas,
o todo el mundo-. Pero siempre han estado de acuerdo en que no debería ser uno
el primero. El egoísmo nunca ha sido admirado. Los hombres han disentido sobre
si deberían tener una o varias esposas. Pero siempre han estado de acuerdo en
que no se debe tomar a cualquier mujer que se desee.
Pero lo más asombroso es esto: cada vez que
se encuentra a un hombre que dice que no cree en lo que está bien o lo que está
mal, se verá que este hombre se desdice casi inmediatamente. Puede que no
cumpla la promesa que os ha hecho, pero si intentáis romper una promesa que tú
le habíais hecho a él, empezará a quejarse diciendo “no es justo” antes de que
os hayáis dado cuenta. Una nación puede decir que los tratados no son
importantes, pero a continuación estropeará su argumento diciendo que el
tratado en particular que pretende violar era injusto. Pero si los tratados no
tienen importancia, y si no existe tal cosa como lo que está bien y lo que está
mal –en otras palabras, si no hay una ley de la naturaleza-, ¿cuál es la
diferencia entre un tratado justo y uno injusto? ¿No se han delatado
demostrando que, digan lo que digan, realmente conocen la ley de la naturaleza
como todos los demás?
Parece, entonces, que nos vemos forzados a creer en un auténtico bien y mal. La gente
puede a veces equivocarse a cerca de ellos, del mismo modo que la gente se
equivoca haciendo cuentas, pero no son cuestión de simple gusto u opinión, del
mismo modo que no lo son las tablas de multiplicar. Bien; si estamos de acuerdo
en esto, pasaré a mi siguiente punto, que es este: ninguno de nosotros guarda realmente
la ley de la naturaleza. Si hay alguna excepción entre vosotros me disculpo.
Será mucho mejor escuchar a otro, ya que nada de lo que voy a decir os
concierne. Y ahora me dirigiré a los demás seres humanos que quedan:
Espero que no interpretéis mal lo que voy a
decir. No estoy predicando, y Dios sabe que no pretendo ser mejor que los
demás. Solo intento llamar la atención respecto a un hecho: el hecho de que
este año, o este mes, o, más probablemente, este mismo día, hemos dejado de
practicar la clase de comportamiento que esperamos de los demás. Puede que
tengamos toda clase de excusas.
Aquella vez que fuiste tan injusto con los niños era porque estabas muy
cansado. Aquel asunto de dinero ligeramente turbio –el que casi habías
olvidado- ocurrió cuando estabas en apuros económicos. Y lo que prometiste
hacer por el viejo Fulano de Tal y nunca hiciste… bueno, no lo habrías
prometido si hubieras sabido lo terriblemente ocupado que ibas a estar. Y en
cuanto a tu comportamiento con tu mujer (o tu marido), o tu hermano (o
hermana), si yo supiera lo irritantes que pueden llegar a ser, no me
extrañaría… ¿Y quién diablos soy yo, después de todo? Yo soy igual. Es decir, yo no consigo cumplir muy bien con la ley
de la naturaleza, y en el momento que alguien me dice que no la estoy
cumpliendo empieza a fraguarse en mi mente una lista de excusas tan larga como
mi brazo. La cuestión ahora no es si las excusas son buenas. El hecho es que
son una prueba más de cuán profundamente, nos guste o no, creemos en la ley de la naturaleza. Si no creemos en un
comportamiento decente, ¿por qué íbamos a estar tan ansiosos de excusarnos por
no habernos comportado decentemente? La verdad es que creemos tanto en la
decencia –tanto sentimos la ley de la naturaleza presionando sobre nosotros-
que no podemos soportar enfrentarnos con el hecho de transgredirla, y en
consecuencia intentamos evadir la responsabilidad. Porque os daréis cuenta de
que es solo para nuestro mal comportamiento para lo que intentamos buscar
tantas explicaciones. Es sólo nuestro mal carácter lo que atribuimos al hecho
de sentirnos cansados, o preocupados, o hambrientos; nuestro buen carácter lo
atribuimos a nosotros mismos.
Estos, pues, son los dos puntos que quería
tratar. Primero, que los seres humanos de todo el mundo entero tienen esta
curiosa idea de que deberían comportarse de una cierta manera, y no pueden
librarse de ella. Segundo, que de hecho no se comportan de esa manera. Conocen
la ley de la naturaleza, y la infringen. Estos dos hechos son el fundamento de
todas las ideas claras a cerca de nosotros mismos, y del universo en que
vivimos."
Este es el 1er Capítulo del libro MERO CRISTIANISMO de Clive S Lewis
a quien admiro.
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